¿Cómo se construye un hombre feminista?

 


Por Víctor Sánchez.


Uno de los mayores regalos que me llevo de los últimos (casi) 4 años que llevo compartiendo mi vida con otros hombres (en círculos y grupos de reflexión sobre masculinidad y paternidad) es que mi mirada sobre la mujer ha cambiado (o sigue cambiando) de forma notable. Por suerte.


Es curioso como he tenido que estar reunido “estrictamente” con hombres en espacios no mixtos, para darme cuenta (y reconocer) a quien tenía a mi lado en todo este tiempo.

Sí. Las mujeres están ahí. Estaban ahí. Aunque yo no las mirara ni las prestara la más mínima atención.

Me dijeron desde muy pequeño que un hombre y una mujer nunca pueden llegar a ser amigos (sin tener “algo” más). Y yo me lo creí. Me lo creí cuando me lo dijeron, y me lo seguí creyendo a medida que (supuestamente) crecía y el paso del tiempo me acercaba a mi edad adulta o madura.

Así no me extraña, que pueda y deba afirmar con total naturalidad y sin un mínimo de exageración por mi parte, que, a lo largo de mis 45 años de vida, busco y escudriño el lugar o el espacio en el tiempo, donde encontrar alguna mujer que me haya servido de referente en mi particular tránsito y evolución por mi masculinidad, y sinceramente, no la encuentro.

Cuando miro atrás, solamente veo hombres y más hombres en situaciones y/o recuerdos que, desgraciadamente, no se encuentran entre lo más preciado de mi pasado (ése que, inevitablemente, sigo reconstruyendo y sobre el cual sigo permanentemente reflexionando para que me dé alguna pista de cómo he llegado hasta aquí y en qué condiciones afronto los años que me quedan por delante).

Cuando me miro al espejo, ese objeto, que tanto evito consciente o inconscientemente, y me pongo a recordar, me vienen a la cabeza esos hombres, que siguen desgraciadamente tan presentes en mi vida.

Me veo con tan solo 5 años tratando de sobrevivir en las aguas de una esquina de una piscina inmensa, junto con otro puñado de críos en la misma situación, a los que un joven, varón, aparentemente experto y profesional en estos menesteres, enseñaba a nadar “por las bravas” en un medio que a esa edad me parecía tan hostil (y que lo seguiría siendo durante tantos y tantos años), como era, el agua. Supongo que sentir que te estás ahogando en el agua sin que te dejen agarrarte durante un buen rato al borde de la piscina, era por aquel entonces, la manera de enseñar a nadar más rápida y más efectiva.

Recuerdo también a ese niño compañero de mi clase, tan aparentemente simpático y buen amigo, que por diversión tocaba el culo a las niñas de preescolar en los recreos, y se mofaba entre sonrisas y miradas, que esas pobres criaturas de tan corta edad, no hicieran nada por detenerle, salvo mirarle/mirarnos con una extrañeza y una mirada triste e indefensiva, ya que todavía no eran capaces de asimilar ni de verbalizar en su justa medida.

Recuerdo también por aquellos tiempos, ese otro compañero de clase y de equipo de fútbol, que le gustaba mostrarnos, también sumamente orgulloso y divertido, como se masturbaba en el asiento de atrás del coche del padre o la madre de otro compañero, cuando nos dirigíamos a uno de esos intempestivos partidos del sábado por la mañana.

Ese compañero tres veces repetidor, que le encantaba hacer de maestro de ceremonias, en mi introducción al alcohol, al tabaco y a esa andrajosa y mugrienta revista pornográfica en blanco y negro, que por aquel entonces, tuve por primera vez en mis manos con apenas 12 años.

Esos chavales, que quedaban a la salida de clase, en un descampado cercano al colegio, para pegarse y liarse a puñetazos y disputarse los “cariños” de una chica que al parecer le gustaba a los dos, y que había que dirimir ahí mismo por cuál de ellos se iba a decidir.

Y claro, qué mejor manera y más masculina de decidirlo que pegándose de hostias a la vista de todos los compañeros/as de clase (si no había testigos, la demostración de testosterona quedaba en entredicho y perdía toda su gracia y valor).

Recuerdo, apenas, con 10 u 11 años, a ese profesor encolerizado, pegar un sonoro bofetón a un compañero de clase, y saltar desde su mesa alzada sobre una tarima, hasta el pupitre de la primera fila donde se sentaba ese crío de todavía corta edad, (“algo habrás hecho que te decían en esa época”, respetando de primeras siempre, la autoridad inflingida del profesor hacia el alumno).

Me veo, con unos pocos años más, resguardándome detrás de la presencia de los malos y gamberros de la clase, que curiosamente solo se atrevían a “tumbar” las clases de las profesoras más jóvenes e inexpertas (el inglés como no, era uno de sus objetivos y la profesora recién licenciada, que daba las clases de después del recreo, una de sus víctimas) acompañando y riendo las gracias de sus actos para, sobre todo, evitar que se fijaran en mí como blanco de sus (próximas) fechorías.

Mimetizarse lo llaman…O instinto de supervivencia a costa del sufrimiento de otros y otras compañeras de clase.

O esa etapa de tu vida en donde te conformas con salir a las discotecas, acompañando a tus colegas de cacería (creo que en esos momentos nos hacíamos llamar incluso “amigos”), ofreciéndoles tu compañía en el caso, de que sus conquistas amatorias (dicho evidentemente de forma eufemística) no desembocaran en el desenlace esperado por ellos.

Era necesario tener siempre a mano, a ese buen amigo que escuchaba pacientemente como esas chicas tan feas, tan guarras o tan putas, no merecían el seguir gastando su tiempo tan preciado (calientapollas era también una de sus palabras preferidas cuando ellas no confirmaban sus expectativas u objetivos sexuales en el tiempo y en las maneras en las que él creía que se situaba su estatus de conquistador).

Recuerdo también a ese doctor militar que trabajaba en el Hospital Gómez Ulla de Madrid, y que firmó mi exención del servicio militar, sin apenas mirarme a la cara y con un trato a medio camino entre la indiferencia y el más absoluto de los desprecios.

Cuantas veces no escuché a mi alrededor por aquella época, lo bien que me iba a venir la mili, para “convertirme en un hombre de verdad”.

Ahí estaba, escapándome con apenas 17 años, de ese cumplimiento obligatorio con mi patria, mi bandera y mi género, por culpa de unas gafas con más de 4 dioptrías de miopía en cada ojo…Un defecto de fábrica sin duda imperdonable para esa autoridad ahí presente, que yo sin embargo, y lógicamente, recuerdo haber celebrado de forma generosa.

O ese responsable supervisor del trabajo impertinente y desagradable, que te exigía de manera muy sutil, que no debías entablar ningún tipo de relación de amistad ni coger ningún tipo de confianza adicional con esos trabajadores y trabajadoras, a los que tenías que exprimir al máximo en beneficio de los resultados económicos de la empresa.

Recuerdo que debió resultar muy convincente su charla, porque días más tarde dejé de trabajar en esa empresa, y de ocupar por última vez en mi vida, un puesto de trabajo en el que tuviera que tener personas a mi cargo y ser el “responsable final” de los resultados de sus respectivos puestos de trabajo.

Ese jefe que también tuve un poco más tarde, simpático, risueño y locuaz, que nos contaba sus batallitas de prejubilado como el responsable de cerrar esos tratos taaaaaaan importantes en esa multinacional para la que trabajaba con anterioridad, en donde acostumbraba a acabar esas largas e intensas reuniones (y comidas) de trabajo en los puticlubs más cotizados de todo Madrid.

Y si era necesario, nos comentaba entre risas, porque el cliente de turno se resistiera a firmar el contrato más de la cuenta, con una mujer arrodillada entre sus piernas debajo de la mesa.

¡¡¡Qué tiempos aquellos!!! –nos contaba divertido, mientras encendía otro pitillo y traía a la palestra la siguiente batallita-, en la época en la que ya estaba prohibido fumar dentro de las oficinas y espacios públicos, pero claro, a él quien le iba a decir o prohibir que no se podía fumar en su lugar de trabajo.

O ese hombre que vi un día, que gritaba y denigraba de forma extremadamente violenta a su pareja, en ese andén de tren en la estación de Cercanías de Méndez Álvaro, a la vista de todas las personas allí presentes, que impertérritas no sabíamos cómo reaccionar, salvo dirigiendo nuestras miradas a otro sitio que no nos recordara para el resto de nuestras vidas, la cara de esa mujer profundamente violentada.

O esa pandilla de 10 o 15 chavalotes adolescentes, que, un sábado por la tarde, todavía temprano, en el andén de la estación de Metro más cercana a mi casa, atosigaban, acosaban e incomodaban a una chica de no más de 15 años, cuyo único delito fue no querer facilitar su número de teléfono al gracioso de turno o cabecilla del grupo de amigotes. Recuerdo perfectamente sus caras y los roles asignados dentro de la pandilla a cada uno de ellos. Ese macho alfa acosador e instigador, los 3 o 4 que le apoyaban deseosos de agradar a su líder, los otros que se ubicaban en segunda fila, riéndose y jaleando con más fuerza los actos de sus compañeros, y los que, en última instancia, ni reían ni actuaban a favor de un comportamiento que ellos, reprobaban desde su silencio cómplice y paralizante, y a todas luces invisible e inútil.

Y así, per eternum…Mires donde mires, hables con quien hables.

Es a todas luces denigrante que la mujer tenga que seguir sufriendo los embites de un género, el masculino, tan mal entendido y tan perversamente construido.

Pero es absolutamente vergonzoso, que nosotros, los hombres, protagonistas en mayor o menor medida de todos y cada uno de esos “incidentes” de los que hemos sido como mínimo, testigos y cómplices desde nuestro silencio, sigamos callando y ocultando la verdad, a costa de unos privilegios que disfrutan de manera salvaje una parte de los hombres, que desgraciadamente, no es todo lo minoritaria que nos gustaría.

Créeme. Ser feminista es más fácil de lo que crees. Únicamente tienes que mirar hacia atrás, para ver quién ha influido y de qué manera en tu vida. Y sacar las oportunas conclusiones.

 

Víctor Sánchez


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